Les Grandes Misères de la guerre. 1633. L´Hôpital. Autor: Callot, Jacques. Grabado nº 15, 8,3 x 18 cm. Musée Lorrain, Nancy
Asistencia sanitaria.
Una necesidad lógica derivada de la actividad de la guerra, era la asistencia sanitaria a los soldados de los tercios.
Si la sociedad de la Edad Moderna estaba acostumbrada a la enfermedad y a la muerte, mucho más lo estaba el ejército. Las batallas, las escaramuzas, las duras condiciones en Flandes y las enfermedades, demostraban que se podía morir en cualquier momento, y se hacía evidente la necesidad de una asistencia sanitaria, concentrada en los hombres que la llevaban a cabo.
Los hospitales militares, sobre los que dedicaremos especial atención, se creaban por la necesidad de los propios combatientes había establecido años antes en Valenciennes. Al final, esto nos demuestra que el soldado tenía la idea de que la atención sanitaria era algo habitual y necesario para hacer frente a los designios de la guerra y de las enfermedades. Las heridas derivadas del combate y las condiciones en los campos de batalla en la Edad Moderna inducían a propagar enfermedades, un mal endémico de cualquier ejército.
Lo primero que hay que asumir, es que la enfermedad, en estos tiempos que analizamos, era un castigo divino. Dios, mediante sus criaturas, hacía llegar calamidades a causa del mal comportamiento de la humanidad.
Otra razón que explicaba cómo se contraía una enfermedad estaba relacionada con la condición astrológica. Es decir, nacer en un determinado signo te llevaba a padecer ciertas enfermedades.
Una tercera teoría tenía que ver con la idea de la falta de equilibro entre los distintos humores que tenía el ser humano. Había cuatro: la atrabilis, la flema, la sangre y la bilis, que no se debían alterar y que las personas mantenían estabilizados hasta que enfermaban. El problema de los humores era circunstancial, cada persona tenía su propia armonía. Era el médico quien observaba al paciente y determinaba que su temperamento, pudiera ser melancólico, flemático, sanguíneo o colérico.
Además, el mundo estaba constituido por cuatro elementos: la tierra, el fuego, el agua y el aire. Con ellos se explicaban las realidades naturales. Trasladados al cuerpo humano, cada humor tenía relación con uno de los elementos. La atrabilis se relacionaba con la tierra, la flema con el agua, el aire con la sangre y el fuego con la bilis.
Cuando el equilibrio se rompía, se utilizaban remedios para recuperarlo. Se aplicaban ungüentos que proporcionaban la recuperación de sus propiedades: humedad, frío, calor... Cada tipo de persona requería un tratamiento distinto.
Por último, se podía enfermar por la existencia de patógenos y elementos externos al cuerpo. Esta cuestión se difundirá a partir del siglo XVI, pero todavía de manera muy minoritaria.
Ante este paradigma, la mejor forma de curar era mediante el rezo. Se imploraba a Dios de forma frecuente y la asistencia espiritual resultaba fundamental. En cuanto a los horóscopos, como nacer en un determinado signo te hacía más proclive a contraer una cierta enfermedad, había que cuidarse una determinada parte del cuerpo, por ejemplo, la garganta. Para la recuperación del equilibrio, se creía que había que dejar actuar a la Naturaleza. Si así no se conseguía, se debían practicar sangrías. En esa época, la salida de sangre aliviaba al corazón, y permitía expulsar el exceso de bilis o atrabilis.
Finalmente, otra medida para remediar la enfermedad era acudir a los fármacos. Los había de dos tipos; por un lado, los jarabes y drogas, que eran los más utilizados, y se recogían directamente de la naturaleza. Se pensaba que había que tomar remedios naturales relacionados con la parte que enfermaba. En segundo lugar, estaba la iatroquímica, relacionada con la propia química y aplicada para el remedio de enfermedades. Eran productos transformados. Se utilizaban minerales que se encontraban en la naturaleza. Una práctica que surgió también en el siglo XVI, y se encontraba al margen de la medicina oficial, que era galénica. La asistencia sanitaria de los soldados de los tercios estaría relacionada con todo este influjo de ideas.
Se distinguían tres líneas en el servicio sanitario de la guerra: la primera, en el lugar del combate; la segunda, relacionada con los medios de transporte y la tercera, en la retaguardia, donde estaban los hospitales de campaña, que podían ser móviles o estables. En todas había varios tipos de profesionales —barberos, cirujanos, médicos y ayudantes, que eran las piezas angulares del sistema. Cada uno tenía su propia formación y, sobre todo, un trabajo distinto. Además, había auxiliares que les ayudaban para el correcto funcionamiento del sistema. Entre ellos estaban los sangradores o, para los animales, los veterinarios.
En cada compañía había un barbero, el escalón mas bajo de este sistema. Su trabajo no solo estaba centrado en la atención del cuidado de las barbas y del cabello, sino que también desempeñaba funciones sanitarias. Tenía el mismo sueldo que un soldado, al que se sumaba alguna propina de aquellos a los que había curado. La misión del capitán era que los barberos fueran de la mayor calidad y experiencia posibles. Era necesario que supieran al menos realizar la sangría a los enfermos y, sobre todo, ligar las heridas de manera provisional hasta que llegara un cirujano. Su cometido se ha infravalorado con frecuencia, pero resultaba de especial importancia, pues proporcionaba los primeros cuidados al soldado herido. Si el caso era grave, se trasladaba al paciente al hospital del tercio, una tarea complicadísima que se solía hacer mediante carretas o a través de las vías fluviales de los ríos de Flandes.
A nivel orgánico del tercio, había un cirujano y un médico. Servían para procurar una atención más especializada a las compañías que lo integraban. Los elegía el capitán general o el maestre de campo. En el caso del médico, tenía un salario mas alto que el cirujano y también se diferenciaba de este en que tenía formación universitaria. Por el contrario, los cirujanos aprendían el oficio bajo la tutela de otros colegas que les enseñaban las funciones básicas. Su misión principal era ejercer las labores que tenían vetadas los médicos por su propia condición.
Poco a poco los cirujanos dejaron de utilizar el hierro rusiente y a emplear instrumentos como cuchillos, navajas, tijeras de distintos tipos, agujas de suturar, lancetas de sangrado, propulsorios, algalias y embudos. También, como comenté, ungüentos, corrosivos y anestésicos. Entre los ungüentos, los más usados eran el rubio, el blanco, el de minio, el de plomo, el iris o el de Tucia. Por su parte, los anestésicos más utilizados fueron el zumo de beleño, el zumo de cicuta y el de mandrágora. Para contrarrestar el efecto de estos anestésicos y que despertara el paciente, se usaban el hinojo o la ruda. Además, había medicamentos tópicos, como el aceite rosado, el violado, el bol arménico o el aceite de Aparicio. También se daban friegas y masajes o se recomendaban dietas estrictas.
El médico era una figura reconocible y esencial dentro de los tercios. Su papel resultaba relevante por sus funciones y por la importancia social que adquiría su cargo. Se le distinguía fácilmente por su atuendo, basado en ropilla larga, propia de los universitarios, capa, gorra y guantes, que utilizaba de tal manera que permitiera la ostentación de la sortija que proclamaba su condición. Además, solía llevar barba que le otorgaba una dignidad especial. Entre las características que servían para reconocer a un médico estaba también el uso de un lenguaje pedante, que le hacía totalmente incomprensible, y que utilizaba términos complejos para designar objetos cotidianos. Eran hombres formados, sujetos al conocimiento de la época, que consiguieron implementar avances en la medicina.
Esta organización de médicos, cirujanos, barberos y auxiliares, se conectaba con la creación de hospitales, de campaña o fijos, que servían para dar los cuidados necesarios a los enfermos mas graves. Los tercios contaron siempre con este sistema de hospitales, que respondían todos a un mismo esquema administrativo, aunque con capacidades y medios distintos, marcados por las circunstancias del momento. En ese sentido la Monarquía Hispánica fue pionera en organizar una red de centros asistenciales.
Los Hospitales Reales del Ejército, así era su denominación en la época, se creaban con motivo de cualquier jornada y servían tanto para atender a los heridos en combate como a las víctimas de enfermedades contagiosas. Vamos a diferenciar entre hospitales de campaña y hospitales fijos.
Los hospitales de campaña seguían a las tropas que se batían en combate. Disponían de tiendas, tal y como hemos visto en el capitulo anterior, que se transportaban en el tren de víveres, aunque, si había posibilidad, se instalaba en algún edificio requisado de una localidad. Este tipo de asistencia también se organizaba en las jornadas marítimas; las naos se equipaban de tiendas que servían para el tratamiento de los enfermos.
Adscritos al mismo sistema sanitario, estaban los hospitales fijos. En Malinas, Flandes, se creó uno de los más importantes. Fue el primero, y contaba con unas 330 camas. Su fundación la ordenó Margarita de Parma, que en 1567 decidió crear esta instalación con el nombre de Hospital Real de los Países Bajos. Para su traslado al hospital, el soldado debía de contar con una autorización firmada expresamente por el maestre de campo o el capitán, sin ella, no se les admitía. Una vez ingresado, lo primero que hacia era confesar. Ya he anticipado la fuerte presencia de la oración y la intervención de Dios en la sanación. Los médicos y cirujanos analizaban después al paciente en busca de su curación. Aplicaban todos los remedios posibles, daban relación de ellos y dejaban constancia de lo que había sucedido. Los soldados tenían que costear de su propio bolsillo los medicamentos que en ese momento se les suministraba.
Al frente de todos los hospitales había siempre un clérigo con el título de administrador general. Por lo general eran eclesiásticos de gran prestigio. No debe sorprender que al frente del hospital estuviera un clérigo, todo el sistema se basaba en los principios de caridad que habían aupado la construcción de los hospitales en la Edad Media. A esto había que añadir que la asistencia espiritual era de igual importancia para el enfermo que la sanitaria. El administrador general se encargaba de contratar todo el personal, salvo los médicos, que los elegía el rey.
En la cúspide del personal sanitario estaba el protomédico, del que dependían los restantes médicos. Después, los cirujanos, coordinados por un cirujano mayor, que se encargaba de dirigir a los ayudantes de cirujanos. Por último, estaban los barberos, encargados de realizar sangrías, colocar ventosas y administrar lavativas o ungüentos. Un enfermero mayor se encargaba de supervisar cada sala. Acomodaba a los enfermos, recogía sus ropas y se preocupaba de que recibieran las comidas y los tratamientos prescritos, para ello contaba con la ayuda de enfermeros, que se ocupaban de la limpieza y de la atención diaria del enfermo. Los capellanes, responsables de la administración de los Sacramentos, de la supervisión del reparto de las comidas y de la bendición de la mesa, también cumplían funciones asistenciales.
El papel que jugaban los boticarios era muy importante. Se encargaban de preparar las medicinas, a lo que les ayudaban varios auxiliares.
En el nivel administrativo estaban los mayordomos, que, tras el administrador general, eran los mas importantes, pues llevaban todo el control económico del hospital. El veedor era el encargado de fiscalizar las adquisiciones. Había otros oficiales menores, como los escribanos, que controlaban los ingresos y las altas y acompañaban al médico en sus visitas, para tomar nota de los tratamientos prescritos y extender las papeletas que se remitían a la cocina para elaborar la dieta de cada enfermo. A todos ellos se sumaban el despensero, el guardarropa, el dietero y el portero.
Estos establecimientos se subvencionaban mediante una contribución fija llamada Real de limosna. Se descontaba del sueldo de cada soldado una cuantía proporcional a la nómina que percibía. Eran diez reales para el capitán, cinco para el alférez, tres para el sargento y uno para todos los demás. La gratuidad de los servicios médicos se garantizaba mediante estos seguros mutuos. A este modo de financiación se añadían otras fórmulas. Si un soldado moría y no había testado, sus bienes quedaban en manos del hospital y, una vez al mes, se ponían a la venta. Eran almonedas muy concurridas, en las que se citaban todo tipo de personas que aspiraban a comprar las ropas y bienes del difunto. Por último, también estaban las limosnas que efectuaban algunos cargos altos de la Iglesia, o particulares que querían contribuir con el mantenimiento del hospital.
Cuando un soldado caía herido, la primera atención se la procuraba él mismo o sus camaradas, que, con licencia del capitán, lo llevaban inmediatamente al hospital. Allí lo reconocía el médico de guardia, que autorizaba su ingreso. En ese momento, el escribano lo registraba y extendía un recibo por los vestidos, armas y efectos que llevaba. Todo quedaba bajo la custodia del guardarropa. Era entonces el turno del enfermero mayor, que les asignaba una cama, generalmente compartida, e inmediatamente recibía los Santos Sacramentos. El capellán presente le confesaba y le administraba la extremaunción, si la gravedad de las heridas así lo aconsejaba.
Los médicos y cirujanos recorrían las salas dos veces al día, acompañados por el enfermero mayor y el escribano, que dejaba constancia escrita de las instrucciones acerca de la dieta o de los cuidados que se le debían dar al soldado. Cada noche, los enfermeros recibían una relación detallada de los tratamientos prescritos a los enfermos para el día siguiente. Eran los responsables de la distribución de las comidas. Por último, los capellanes se encargaban de rezar con los enfermos algunas oraciones, por la mañana y por la noche.
El equipamiento de las salas en que se dividía el hospital, adornadas con elementos religiosos, era muy elemental. Constaba de unas mesas y varias sillas. Disponía de bacinillas y orinales necesarios para dar servicio a los enfermos, y había también candiles, precisos para iluminar durante la noche. El frío de Flandes apretaba, y se preparaban estufas, habitaciones con grandes braseros, con una función muy similar a una sauna actual. Se sometía a los enfermos a baños de sudor.
La vida en el hospital era mucho más confortable que el día a día del soldado en campaña. Se acostaban en camas de madera que tenían un jergón de tela gruesa y sábanas. Se alumbraban con lámparas. La comida también era mucho más rica y variada. Recibían habas, huevos, carne de buey, tocino, pescado, ensalada y vinagre. Pero también, oveja, cordero, pichón, ternera, azúcar, pasas, almendras, miel, queso, mantequilla y, por supuesto, no faltaban pollos, gallinas y capones.
En todas estas instalaciones se trataban heridas y enfermedades muy diversas. Las condiciones de supervivencia de los soldados eran deplorables, y con frecuencia se transmitían enfermedades. El hacinamiento, la falta de lugares adecuados para guarecerse, la escasez y monotonía de la comida, las fatigantes marchas y la falta de higiene, constituían un ambiente propicio para los contagios. Los resfriados y gripes debieron ser una constante. Una de las enfermedades mas conocidas en la época era el llamado «morbo gálico», la sífilis. Su propagación se debía a las mujeres públicas. Era una enfermedad que no tenía cura. Los que la padecían se llenaban de llagas, con un fuerte dolor, hasta que se volvían locos y morían. Los médicos únicamente podían intentar aliviar los síntomas.
Otro de los padecimientos, mas propagados entre los tercios, fue el llamado «mal de corazón», que posteriormente se conocería como neurosis. Los soldados quedaban totalmente incapacitados tras haber estado expuestos al combate. Tenía gran relevancia la presión psicológica que se producía en el fragor de la batalla. La sangre y el miedo corrían por doquier.
Las grandes enfermedades contagiosas de la época eran la peste, el tifus y la disentería. Tenían una altísima tasa de mortalidad. La malnutrición y privación propias de la vida militar aumentaban las posibilidades de muerte por enfermedad. La disentería se transmitía por el agua contaminada, una constante de los campamentos. El tifus era tan común que se llamaba «mal del soldado» y se propagaba con facilidad. Algo similar ocurría con la peste, un mal endémico que se repetía cíclicamente en Europa. Las ratas y roedores eran compañeros en las galeras y en los campamentos, y transmitían la enfermedad de unos a otros. Tampoco faltaba el escorbuto, que aparecía por la falta de alimentos frescos. A todo esto, se sumaba la legión de garrapatas y pulgas que acompañaba a un soldado.
Las enfermedades destruyeron ejércitos en esta época.
Además de estos males, la mayor parte de casos que se presentaban en un Real Hospital del Ejército eran heridas de espada, bala o pica. La peor de todas era la causada por bala, que podía dar lugar a derrames internos, destrozar los huesos o envenenar la sangre.
La sanidad no contaba con medios suficientes para hacer frente a los males de la guerra, que, en muchos casos, superaba todo lo que podamos pensar.
Asistencia religiosa.
La religión era un baluarte inexpugnable en la mentalidad del soldado de los tercios. Se luchaba, se moría y se vencía en nombre de Dios. Esta época se va a caracterizar por fuertes cambios religiosos que llevarán consigo cambios sociales, económicos y políticos. La reafirmación de la catolicidad será una de las principales motivaciones de estos hombres que tenían siempre presente el cumplimiento de lo ordenado por la Iglesia de Roma.
Con el Concilio de Trento, Europa se dividió en dos realidades, con dos sensibilidades distintas y con distintas actitudes ante la vida y la muerte. Católicos y protestantes se convirtieron en bandos irreconciliables que la bañaron de sangre en defensa de sus intereses. La propagación del concilio, aupado por la autoridad regia, especialmente en España, se realizó de manera paulatina. Esta realidad y contexto nos explica el profundo sentimiento del soldado, su defensa de la Iglesia de Roma y, sobre todo, su lucha por Dios y por el rey.
El nuevo paradigma religioso también se reflejó en el mundo militar, pues para el soldado de los tercios ya sabemos que tan importante era la existencia de un sistema sanitario, como la asistencia espiritual. El capellán desempeñaría un papel fundamental en la fe de estos hombres.
Los capellanes, con el espíritu de la reforma emprendida en Trento, fueron auténticos instrumentos formativos de multitud de soldados. Se creó un cuerpo auxiliar de sacerdotes, muy bien formados, que lograron imprimir el carácter de renovación de la Iglesia de una forma muy efectiva.
Cada compañía contaba con un capellán, que procuraba que se respetaran los designios de la Iglesia, asistía a los soldados en sus necesidades religiosas y administraba los Sacramentos.
Como responsables de la salud moral, eran los encargados de realizar los esponsales de los soldados, siempre según el modelo tridentino. Los que se iban a casar debían de tener el permiso de su maestre de campo y pedir la bendición al capellán.
También se encargaba de prestarles la Extremaunción o de bautizar a los recién nacidos. Todo ello se apuntaba en el Libro de Capilla, para dejar registro de lo acontecido. Otra de sus misiones principales era confesar, especialmente en Cuaresma, cuando se pedía que todos confesaran y tomaran la comunión.
Se denunció mucho que entre los excesos mas frecuentes de algunos capellanes estaba redondear su sueldo beneficiándose de los bienes del difunto. Forzaban a los soldados moribundos a dejarles en herencia su dinero, o se negaban a confesarles o redactarles el testamento si no les aportaban un pequeño beneficio.
Uno de los grandes problemas que encontraban los capellanes, para adentrarse en el mundo militar, era el escaso sueldo que percibían, 3 escudos, lo mismo que un soldado raso. Esta circunstancia condicionaba, irremediablemente, la calidad de los sacerdotes, pues solo se incorporaban a la milicia aquellos que estaban desocupados en sus respectivos lugares.
Con las disposiciones tomadas por Farnesio se dio un paso decisivo para que los sacerdotes estuvieran a la altura de las circunstancias y predicaran la doctrina a los soldados con su propio ejemplo. Fue una forma de disciplinar lo católico en el mundo militar, que mejoró, con mucho, la situación del clero y de la fe entre los soldados de los tercios en Flandes. Hay que tener en cuenta que fue a partir de 1596 cuando se prohibió a todos los clérigos hacerse con bienes de los soldados fallecidos. Se refrendó con las Ordenanzas Militares de 1598, que promulgaban que los capellanes fueran teólogos, lo cual implicaba mayor sueldo y que contaran con mejor preparación. También se estableció que los capellanes del tercio vivieran en comunidad. La mejor preparación del clero y su mayor implicación se plasmó en las cuantiosas limosnas que dejaron soldados quitándoselas de su paga. Se ganaron el auténtico respeto de aquellos que, con la espada, la pica, el mosquete y el arcabuz, combatían en defensa de la fe.
Los capellanes fueron también hombres de aventuras, descubrieron el mundo rodeados de sangre. Cambiaban de destino con facilidad, iban de un lado a otro en distintos frentes.
En la labor de hacer un clero mucho más formado, capaz de instruir a los soldados, jugaron un papel fundamental los jesuitas.
En efecto, los rituales, en forma de procesiones, penitencias y predicaciones, formaban parte del día a día de los soldados. Los hombres de los tercios debían llevar una vida santa para ganar las batallas celestes y terrestres. De este modo, se cumplía con la obligación y se ganaba el cielo.
Los capellanes de Flandes, pocos en número, dependían del vicario general del ejército. Podían ser de varias nacionalidades, no tenían un puesto bien definido y ejercían su ministerio de una compañía a otra.
Los tratados de la época nos hablan de que vestían hábito clerical, largo cuando estaban en guarnición y corto en campaña; no podían portar armas; debían ser aficionados a la lectura y, por supuesto, tenían prohibido jugar a los naipes.
Disponían de una tienda, que trasladaban de una parte a otra, donde ponían el altar y los demás elementos necesarios para la práctica del culto. Todo quedaba siempre guardado en baúles y acomodado en una carreta. Estas capillas aumentaron en forma y decoración. Con el paso del tiempo las limosnas permitieron adquirir nuevos ornamentos u objetos señalados para el oficio del pater, que era como los soldados los denominaban.
Pasaban los días embarcados en sus obligaciones. Decían misa, confesaban a los soldados, asistían a los enfermos, proporcionaban todos los Sacramentos y, si sobraba algo de tiempo, lo dedicaban a la lectura. Por supuesto, antes de entrar en batalla, además de dar una absolución general, se encargaban de dirigir unas palabras a los soldados para enaltecer sus sentimientos y su condición de siervos de Dios.
Los soldados que combatían en los tercios en Flandes tenían el ideal de la lucha santa en defensa de la fe católica. La clara intención de recuperar la verdadera religión, proteger al catolicismo y acabar con las herejías. Entendían que no podían permitir que los calvinistas destruyeran las imágenes de las iglesias. Eran hombres señalados por Dios para exaltar la verdadera Iglesia. Las armas les permitían la redención a base de sacrificio y lucha, hasta el final.
La religión que practicaban requería la acción de la divinidad, de la Virgen y de los Santos, que cumplían una misión protectora. La presencia de la Virgen en estandartes o imágenes servía para marcar aún más la intercesión mariana en una lucha que, en lo ideológico, se podía identificar como una cruzada.
La vida del soldado también se relacionó con la recuperación de reliquias perdidas en los territorios herejes. En las batallas se tenía muy en cuenta el hecho de conseguir estos objetos sagrados, eran auténticas victorias. Las reliquias jugaban el papel de recreadoras de la vida, del poder de los santos. Se custodiaban en iglesias o monasterios y las amparaban cofradías. En muchos casos, la situación de guerra en Flandes y la expansión del calvinismo, invitó a los españoles a pensar que estas reliquias corrían un serio peligro y que tenían que trasladarse a España para su conservación y veneración.
Los restos de los santos acercaban al creyente a la fe, y descuartizarlos suponía la manera más eficaz de difundir sus reliquias. Venerarlas significaba el acercamiento del más allá a la vida cotidiana, una forma de relacionarse con lo sobrenatural y de buscar la salvación, a toda costa.
Las ceremonias religiosas previas a la batalla eran frecuentes. Siempre que se podía se reunía a los soldados para que escucharan la palabra de Dios antes de lanzarse al ataque. Estaban preparados para morir. El rezo era un elemento indispensable, se rezaba antes de cada batalla y en el fragor del enfrentamiento. Se exaltaba a la intercesión de la Virgen y de los Santos. Los soldados sabían que la muerte podía llegarles en cualquier momento y pedían por su salvación. Necesitaban el amparo de Dios. La figura de Santiago Apóstol también tenía un papel primordial en las plegarias y en las exaltaciones de los soldados de los tercios.
El soldado era un hombre de su tiempo que sentía que había llegado al mundo militar para proteger la fe católica. Una visión providencialista, enmarcada en una guerra intestina, cuyo azar y acontecimientos también hicieron que incluso los capellanes cogieran la espada en momentos de necesidad. La religión jugó un papel tan fundamental que sin ella no se puede entender a los tercios, de eso no cabe duda.
Die Bettler Zunfft. El gremio de los siete mendigos. 1630. Autor: Callot, Jacques. Grabado nº 15, 8,5 x 26,7 cm. The Metropolitan Museum of Arts, New York.