El espíritu que los animaba

Ercilla cantó al ejército español. Autor: Ferrer Dalmau, Augusto. Óleo, 75 x 58 cm.

El espíritu que los animaba.

La paga que recibía el soldado - «con ella se han de sustentar, entretener y valer, ni ha de sobrar ni ha de faltar» -, podía aumentarse con la ventaja, un añadido en función de la responsabilidad o los gastos de equipaje. Había tres tipos: el primero, relacionado con la función desempeñada; de este se beneficiaban especialmente los arcabuceros, pues obtenían tres escudos de ventaja para las municiones. En segundo lugar, estaba la ventaja ordinaria, una cantidad que se entregaba a cada compañía de la que se beneficiaban los soldados más meritorios en opinión del capitán. La última ventaja o añadido era particular, que se le daba al soldado, de parte del capitán general como recompensa por sus actos heroicos en combate. Para que el soldado recibiera siempre su paga, siempre tenía que pasar estas revistas. El sistema estaba organizado por los administradores que incorporaba el tercio: veedores, contadores y pagadores. El veedor, junto a los contables, llevaba el libro de cuentas, donde se apuntaba el nombre el soldado, el rasgo físico que le marcaba y, especialmente, el arma que portaba. Los libros se actualizaban con cada revista. Se excluía a los hombres que ya no estaban presentes y se incluían los datos de cada abono efectuado. La revista, por tanto, servía, además de para realizar los pagos, para conocer la composición real del ejército.

Los sueldos se abonaban por compañías, a través de sus capitanes, lo que hacía imposible evitar abusos y fraudes. Se adulteraba el número de soldados presentes en las revistas, para que, capitanes y administradores, se repartieran los haberes de las plazas ficticias. El procedimiento era muy sencillo: se apuntaba en la lista soldados que no existían y los administradores percibían su sueldo.

Otra práctica fraudulenta era que los capitanes se prestaran unos a otros los soldados, para figurar en varias revistas; se hinchaba el número de cada una de ellas y se beneficiaban de la paga. Eran prácticas expresamente prohibidas en todos los tratados de la época, pero eso evitaba que se llevaran a cabo.

El sueldo base que recibía cada soldado era de 3 escudos para pica seca, piquero, arcabucero, mosquetero o escudado. Era igual para tambor; abanderado, pífano, furriel, cabo, sargento, alférez y barbero. El alabardero cobraba 4 escudos; 6, el ayudante de barrachel, el alguacil y el escribano. El cirujano y el tambor mayor; 12 escudos; 15, el furriel mayor; el auditor y el médico; 25 el barrachel y el sargento mayor. Los capitanes y maestres de campo cobraban 40 escudos.

La falta de dinero ya se ha visto que era frecuente. Para evitar que la situación empeorara, a los soldados se les pagaban socorros que servían para su sustento entre paga y paga. Solía ser la mitad o dos tercios de su salario. Era común que la tropa recibiese lo mínimo para sobrevivir. Cada compañía tenía un cofre, la caja, donde se guardaban ingresos de múltiples procedencias. La protegía el capitán, y de sus fondos se adelantaban subsidios a los soldados más necesitados.

El gran problema de este sistema derivaba de las corruptelas ejercidas por los administradores y de la escasa liquidez de la Corona. El mantenimiento de un ejército tan numeroso y complejo, requería unos gastos enormes que a la monarquía le resultaban difíciles de sufragar. Los soldados de los tercios no solo tuvieron problemas para recibir sus pagas en los campos de batalla, también hubo casos en que ni siquiera llegaron a percibir el primer sueldo para cubrir el avituallamiento y los costes del viaje. Sea como fuera, la Corona pagaba un adelanto a los soldados para que pudieran alojarse y equiparse por completo. Las armas las recibían a su llegada a Italia.

Como vestuario, los soldados llevan ropas muy distintas al Ir la población civil. Al ser reclutado, el soldado de los tercios recibía un mínimo equipo que consistía en jubón, casaca, dos camisas, calzas y zapatos, que se deducía de su paga. Con ello no se buscaba implementar una uniformidad, simplemente, al alistarse, Ios reclutas solían vestir de forma inadecuada para enfrentarse a los futuros desafíos, y era una manera de dispensarles lo justo.

No se pensaba en establecer un color uniforme para el vestuario de todos los soldados de un ejército; el argumento tiene sentido si tenemos en cuenta que la coraza taparía estos ropajes. Cada soldado vestía según sus gustos y posibilidades, con un afán por la ostentación. Hay que subrayar que, a pesar de todo, el color constituía una base representativa de los ejércitos en la Edad Moderna. El rojo era un símbolo distintivo del Imperio español, y estaba completamente ligado a los tercios. Su manifestación podía verse en las banderas y entre los oficiales, pero también en la propia cruz de Borgoña que algunos soldados llevaban cosida en sus ropajes.

Siempre había un elemento rojo, que también podía portarse en las armas, especialmente en la pica, e incluso en los sombreros o fajines. Esto ayudaba a identificarse en el campo de batalla, aunque no siempre fuera así. Otros ejércitos, por ejemplo, el francés, utilizaban una banda azul; los suecos llevaban ramas verdes en el sombrero y a los rebeldes holandeses se los relacionaba con el color naranja. No obstante, estos colores y usos en ocasiones se mezclaban entre los soldados, por lo que resulta imposible determinar un color para este u otro tipo de soldado o ejército. Gustaba la ostentación. La calidad del ropaje dependía, por supuesto, de las posibilidades económicas del soldado. Lo más común era vestir con numerosos colores y múltiples adornos. Las mejores galas siempre se dejaban para el día de la batalla, donde se buscaba impresionar al enemigo y que se recordaran las hazañas. Entre algunos tercios surgieron apodos en función de su modo de vestir. Así, por ejemplo, el Tercio de Lombardía se vio obligado en cierta ocasión a vestir con viejas ropas negras de campesinos, les cogieron gusto, y fueron conocidos como Tercio de los Sacristanes. Eran empresarios privados los que confeccionaban la ropa. Se establecían contratos para proveer de miles de vestimentas a la vez. Al asentista se le mostraba un modelo que tenía que repetir en forma y medida. Se buscaba que las prendas fueran cómodas para el uso de las armas y protegieran de los peligros de la guerra. Esta vestimenta solo la llevaban los soldados recién reclutados, que con el paso del tiempo adoptaban nuevas prendas mediante compra o saqueo. Se puede deducir así que los bisoños tendrían ropa más o menos uniforme, y los veteranos incorporarían prendas diversas a su manera de vestir. Los vestuarios se repartían en dos tallas, una grande y otra pequeña, y los soldados los ajustaban.

Los oficiales también trataban de distinguirse en su forma de vestir, mediante ropas muy caras que utilizaban materiales costosos como la seda o el encaje. Para indicar su rango utilizaban una banda de color rojo, que iba desde el hombro izquierdo hasta el lado derecho de la cadera. Como paso previo al inicio de la marcha se rezaba una oración breve que servía para significar el honroso oficio de soldado. Una vez acabado este trámite, la compañía iniciaba su camino hasta el punto de embarque, misión encargada a un comisario nombrado por el Consejo de Guerra. Su función consistía en recibir las compañías y depositarlas en su embarcadero, normalmente situado en los puertos de Barcelona, Alicante, Cádiz, Valencia, Málaga, Cartagena o Almería. El comisario cogía tres o cuatro compañías levantadas en la misma zona y las guiaba, encargándose de marcar las rutas y ajustar el alojamiento en los pueblos por donde debía pasar.

No se disponía de cuarteles, y el hospedaje recaía sobre los pueblos y ciudades del camino. El alojamiento era un grave problema al que tenía que hacer frente la administración para su resolución. Cuando las ciudades recibían a los soldados, el panorama social, económico y político, daba un giro extraordinario, puesto que no solo suponía acoger a la tropa, sino que también había que proveerla y alimentarla. La vida monótona de los pueblos se veía totalmente alterada.

En este ejército en marcha no solo había militares, también lo acompañaban un gran número de civiles, que, junto con los caballos y otro tipo de animales, eran necesarios para transportar la impedimenta y dar apoyo logístico a los soldados. El ejército era solo una pequeña ciudad andante. Muchas veces, al soldado le acompañaban su mujer e hijos, a los que dedicaremos especial atención cuando lleguemos a Flandes. Es cierto que, pese a la expresa prohibición de que los soldados no tuvieran esposa, para que ni ella ni los hijos engrosaran los gastos de la Corona, el matrimonio fue una práctica común.

Entre los acompañantes también había mozos, sirvientes y lacayos de los oficiales. Un capitán podía tener a varios mozos a su servicio, además de un paje. Incluso había soldados veteranos, o de la nobleza, que se podían permitir tener un criado. Muchos eran jóvenes que ayudaban a transportar la impedimenta de los soldados a cambio de compartir lo poco que tenían. Sobre todo, se unían al ejército sin tener aún edad para sentar plaza como soldado.

Entre los acompañantes también había diversos servicios administrativos que gestionaban los víveres de los soldados.

El equipaje individual se cargaba de forma conjunta en un carro o sobre una acémila. El conjunto constituía la unidad que servía para calcular el volumen total del bagaje. Resultaba indispensable para la existencia de los soldados de los tercios, era objeto de gran vigilancia y la reputación de la tropa iba unida a su conservación.

Durante el camino, el capitán buscaba alentar a sus hombres y despertar lo mejor que hubiera en ellos. Les dedicaba palabras que exaltaban el oficio militar y les hacía ver lo honroso y audaz que resultaba su misión. Se les hablaba de valor, virtud y honor. De la importancia de la religión, de la defensa de la monarquía y de las principales reglas que debían de seguir. Se les obligaba a seguir a su bandera, obedecer a los oficiales y estar siempre dispuestos a entrar en acción. En esas condiciones, el soldado recién ingresado se daba, cuenta de que le rodeaban hombres de toda clase y posición: desde personajes con cierta relevancia, deseosos de gloria y aventuras, a segundones y títulos arruinados. Desde los que deseaban medrar, los amantes de una vida inquieta o los buscadores de la fama, a estudiantes que dejaban los estudios, clérigos que abandonaban su condición, hijos de artesanos, labradores y rufianes. Todo el panorama social español se integraba, de una manera u otra, en los tercios.

En los tercios la diferencia social desaparecía mediante la meritocracia para el ascenso. La única diferencia que palpaba el soldado recién alistado era entre soldados viejos o veteranos, que ya llevaban en filas más de una campaña, y soldados nuevos, reclutas recién ingresados en el ejército, faltos de instrucción y de equipo. Aprenderán su oficio en Italia, mediante la instrucción, y se conocerán como bisoños, concepto que designaba al soldado inexperto.

Los soldados, al conocerse más profundamente, entrelazaban una unión fraternal muy fuerte, que se reflejaba en los campos de batalla. El alojamiento y el momento de la comida eran los momentos claves para esta unión. Destaca especialmente la expresión «hacer camarada», utilizada para designar el alojamiento común de varios soldados. Se creaba así un grupo reducido de hombres capaces cada uno de ellos de sacrificarse por el bien común. Era una relación afectuosa, alejada de todo interés. Compartían absolutamente todo: las penas, las alegrías, el destino, los rezos y la comida. Todos eran uno. Esta potente fraternidad convertía a un tercio en una familia. Lo normal entre los miembros una camarada era que emplearan el tuteo, tratamiento que usaban también con los compañeros de arma y con todos los que tenían amistad. Si el trato no era tan íntimo, entre los soldados se empleaba el usted, con expresiones como «vuesa merced», «voacé» «vusté».

La relación con los oficiales era distinta, la marcaba un lazo paternal. Los tratadistas insistían en que los altos cargos debían actuar como padres en su relación con los soldados, que tenían una actitud de obediencia absoluta. Esto se podía trastocar cuando un oficial castigaba a sus soldados. Si era algo justificado, no perdía su afecto; si el rencor personal afectaba al castigo, el castigado perdía todo tipo de aprecio por su superior. El tercio no conocía una relación de vasallaje, sino jerárquica. Entre los miembros de mayor alcurnia, o entre individuos de condición diferente, se utilizaban tratamientos de cortesía y títulos que indicaban un mayor respeto: «muy magnífico señor», «vuexcelencia» o «vueseñoría».

Las jornadas pasaban, y los soldados disponían esos días de cuantioso tiempo libre. En alguna que otra ocasión lo dedicaban, al juego. Jugar era un foco de problemas y suponía una posibilidad de enfrentamiento. Diversos tratados reflejan un sentimiento generalizado contrario a que los soldados apuesten su dinero o sus pertenencias

Era una mezcla explosiva. Aunque existía todo un argumentario que prohibía estas prácticas, esas conjugaciones se repiten en el tiempo, lo que explica que se ejecutaran con una normalidad sorprendente. Entre los soldados, el juego preferido eran los dados, que se lanzaban sobre alguna prenda de vestir que hacía de mesa, improvisada o encima de las membranas de los tambores. Cualquier superficie era válida. Si no había dados, otra posibilidad era jugar a las cartas o a la taba. Además, en las partidas no faltaba el vino. Las riñas eran frecuentes y muchas acababan con las armas en la mano. El juego se entendía como una práctica ilícita por varios motivos, en particular, porque generaba vileza en el ánimo, pues convertía a los soldados en avariciosos, interesados en quitar el dinero a sus compañeros. Se veía como un vicio que conducía a la codicia, a los falsos juramentos, al odio, a la calumnia, a las injurias y, en especial, a las riñas.

Al llegar la noche los soldados, debían alojarse. Estaban en España y lo hacían en los pueblos o ciudades por donde pasaban. La historiografía, así como las obras de divulgación, han hablado de los muchos disturbios que se producían por la llegada de los soldados a las poblaciones. Es cierto que es el aspecto más reseñable. En la documentación que se conserva aparecen constantes alusiones a los enfrentamientos entre la población y los militares.

Lógicamente, son las actas de reclamaciones.

Los soldados tenían derecho a recibir gratuitamente alojamiento ordinario por parte de la población, que, en el caso castellano, consistía en cama, luz, sal, vinagre, mesa, mantel y la preparación de la comida que la tropa comprase con su sueldo. Era una situación muy beneficiosa para el soldado, que tenía cubiertas todas sus necesidades, pero generaba un malestar importante entre los vecinos.

Las ciudades estaban mucho mejor preparadas que los pueblos para la llegada de nuevos residentes. Tenían una infraestructura mayor y, sobre todo, más víveres con los que abastecer a la tropa.

Eso nos hace pensar que el ejército reposaría en la mayoría de las ocasiones en estos emplazamientos.

Existía toda una vertebración administrativa que se ponía en contacto con las ciudades y localidades por las que iba a pasar el ejército.

Los villanos estaban obligados a alojar a los soldados, en lo que se conocía como cargo de aposento. No ocurría así con los nobles, militares y eclesiásticos. Las casas las concertaban los comisarios, los capitanes y los sargentos, que eran quienes trataban con el concejo.  El furriel jugaba un papel fundamental en este entramado, ya que se adelantaba a las tropas para pedir los boletos. Se organizaban los alojamientos de tal manera que cada soldado recibía una boleta, una octavilla de papel donde se le asignaba la vivienda del vecino al que debía dirigirse. Se reunían 4, 6, 8 o 10 soldados en una misma vivienda, nunca podía haber solo uno.


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